miércoles, 18 de noviembre de 2009

Propuesta poética, por Rodrigo Solís Arechavaleta (1997)

Los poetas deberíamos volver al antiguo oficio de juglares, que ahora sólo defiende un puñado de músicos. La poesía también es musical, también es canción, palabra cantada. También pertenece a las artes escénicas, y tiene un valor de uso como cualquier otro arte, o como los zapatos y las cobijas. «Hace más llevadera la vida», dice Gabriel Zaid.

Pero en algún momento, los señores compraron a los poetas para que alegraran a la corte con sus cascabeles y sus ropas de colores brillantes. En algún momento abandonamos los senderos para echar raíces, y abandonamos nuestra labor social de cirqueros ambulantes, a cambio de un tazón de sopa en la mesa grande. Rompimos nuestro compromiso de entretener, criticar, informar, inspirar y conmover.

Renovemos esa antigua alianza con lo popular, con la gente. Empuñemos de nuevo esa poesía militante de hombres pobres que la arrebatan al autor y la vuelven propia. Así, aunque viviéramos mal, viviríamos de nuestro arte, y no de limosnas que arrojan los señores en forma de becas y concursos. Ese esquema vertical del poder es por definición antitético de la poesía, y sólo puede llevar al envilecimiento de ideales y banderas, y al final a la completa falta de fe.

La ley se fundamenta en usos y costumbres. El arte se alimenta de creatividad. Por lo tanto es lógico y natural que la ley (es decir, quienes la administran) se encuentre con frecuencia alejada de lo artístico, e incluso, en algunas ocasiones, en el bando opuesto.

El arte es un espejo, y por lo tanto es natural que a veces no nos guste lo que vemos en él, y tratemos de ignorarlo, e incluso lo ataquemos con la rabia del que se sabe, o se descubre, feo. En resumen, el arte, y en concreto, la poesía, bajo este punto de vista, está destinada a ser marginal.

Sin embargo, un tipo, o un grupo reducido de ellos, basándose en algo tan subjetivo como eso que llamamos buen gusto, decide que una obra es valiosa —es decir que la valida, le da un valor, fíjense qué cabrón—, no sólo en el sentido artístico sino también en el comercial. Entonces se echan a andar los mil trucos de la mercadotecnia para colocar este producto al alcance de todos aquellos que, desprovistos de la cualidad celestial que otorga un título de la Facultad de Filosofía y Letras, no pueden hacer otra cosa más que comprarlo o ignorarlo. A juzgar por la crisis de la industria editorial, pareciera que en general se prefiere esto último.

«Es que la gente no lee», es nuestra excusa favorita, sin embargo, según la Procuraduría Federal del Consumidor, una secretaria promedio gasta hasta la tercera parte de su sueldo en material publicado. Compra, por supuesto, revistas que desde nuestro impecable (¿implacable?) buen gusto consideramos menores. Revistas de belleza, consejos sexuales, guías televisivas, noveletas rosas con temas trillados y cursis, o franca pornografía.

Pero, ¿por qué la gente prefiere consumir algo menor? Muchas explicaciones son posibles. Tal vez una de las más sensatas sea que cuando se trata de elegir entre lo bueno y lo fácil, la mayoría de nosotros elegimos lo fácil. Otra explicación sensata es que nuestro pretencioso arte mayor no tiene ningún uso para la mayor parte de la comunidad.

¿Qué pasaría si fuera al revés? Si los poetas volviéramos al antiguo oficio, si en vez de recitales o presentaciones de libros, organizáramos conciertos igual que los músicos, o leyéramos en los camiones, en las plazas públicas, en mitad de la calle. Rolar nuestra poesía, volverla colectiva, obsequiarla a la gente que premiará a sus autores favoritos exigiendo su obra en las librerías.

De ningún modo propongo darle a la gente lo que pide, sino lo que necesita, que es muy distinto. La gente no quiere tener miedo, pero a veces necesita historias de terror. A la gente no le gusta estar triste, pero a veces necesita historias que hagan llorar, o reír, o conmoverse de cualquier manera.

¿Cómo volver a la juglaría? Juglar, en el sentido que aquí se utiliza, tiene un sinónimo más de acuerdo con la época en la palabra rolero o rolador (Consultar Manifiesto Rolerista).

Rola es un mexicanismo exquisito. Como sustantivo, una rola, es la expresión cariñosa de canción. «Escucha esta rola» es darle a cierta canción un lugar más alto dentro de nuestra valoración emotiva. Por otro lado, como verbo, rolar es un anglicismo que significa volver colectivo, girar, cotorrear, dar una vuelta. En cierto sentido se parece a la palabra inglesa play, que se aplica lo mismo para decir juego que para interpretar una canción, o para llamar una obra de teatro. Así propongo que los poetas nos volvamos al Rolerismo como a la juglaría.

Pero, para pertenecer a estos movimientos, desde mi punto de vista, debe haber un compromiso más profundo y sólido entre poetas y la tan famosa sociedad civil. Debemos participar activamente en la vida nacional, pero desde nuestro arte, no como directores de alguna institución, como diplomáticos, como senadores, o como representantes de ninguna otra cosa más que nuestra propia opinión.

Eso de ningún modo significa afiliarse a algún partido, o a alguna ONG en particular. De ningún modo pretendo que todos debamos ser de izquierda o de derecha. Sostengo que quien crea en las luchas obreras debe participar en ellas como poeta. Quien crea, por el contrario, en el neoliberalismo, también debe participar activamente en él.

Nuestro primer compromiso social debe ser la lucha contra la falta de ideales. Creo que, como todos, tenemos la obligación de proponer y difundir los nuevos ideales, las nuevas banderas, y por ello también, tenemos que volvernos roladores de nuestra obra y avalarla con nuestra vida.

Entretener, criticar, informar, conmover a mucha gente, al mayor número de personas posible. Demostrar que la poesía no está muerta, y no es un reflejo de lo que pasó, sino que puede cumplir con una labor social de suma importancia: provocar, confrontar, incidir y, de ese modo, detonar cambios, reformas, e incluso, revoluciones, ésa sería una noble misión para el arte en este oscuro final del siglo XX.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Venga!, ¡Esto es lo que necesitamos!
Me ayudó mucho leer esto. Gracias.

Ana Sthal dijo...

Y dijo don Oliverio Girondo:
"Un libro debe construirse como un reloj, y venderse como un salchichón"

JOSE MARIA (CHEMA) RODRIGUEZ dijo...

Totalmente de acuerdo, sin embargo, como siempre y como en todo... A lo largo y ancho de los años lo único que se logró gestar, fue ese "obscurantismo" pseudo-ideológico con el que el jumento se ha querido subir a la mesa grande pero ya no por la silla, sino por las patas de la mesa, y de esta forma no cargar con la molestia sensación de la incongruencia que reduce el sueño de quien sueña... Por lo menos hasta quedarse dormido.

No hay libertad de expresión entre los roleros